La provincia de Salamanca -dada su situación geográfica como corredor estratégico entre Portugal y la capital de España- ya había conocido las consecuencias del paso de ejércitos en campaña durante la Guerra de Sucesión (1701-1714) y la Guerra de las Naranjas (1801). Pero lo cierto es que todo aquello no fue nada comparado con lo que le tocaría sufrir a esta tierra a partir del año 1807, cuando el emperador Napoleón I Bonaparte, vencedor absoluto en las batallas de Austerlitz (1805), Jena (1806) y Friedland (1807) puso sus ojos en Portugal, el tradicional aliado de los únicos enemigos que le quedaban por derrotar: los británicos.
El caso es que como Napoleón no podía invadir las Islas Británicas al carecer de una flota poderosa, ya que la que tenía la había perdido en Trafalgar en 1805, decretó lo que se conoce como el Bloqueo Continental, es decir, el cierre de todos los puertos marítimos del continente europeo al comercio británico. Portugal, siempre amigo del Reino Unido, hizo caso omiso de los dictados del Emperador, así que un ejército francés al mando del general Junot cruzó el Bidasoa el 18 de octubre de 1807, marchó como aliado por tierras españolas y se presentó en Ciudad Rodrigo con el objetivo de invadir Portugal. Esa campaña, que culminó con la victoriosa entrada de las tropas de Napoleón en Lisboa el 30 de noviembre de 1807, dio comienzo al conflicto al que portugueses y británicos dan el nombre de Guerra Peninsular. El inicio de lo que los españoles conocemos como Guerra de la Independencia no llegó hasta aquella memorable jornada del Dos de Mayo de 1808, cuando los madrileños se dieron cuenta de que los ejércitos del emperador de Francia venían, en realidad, a conquistar la totalidad de la Península Ibérica para entregársela después en bandeja de plata a su ambicioso amo, que terminaría imponiendo a su hermano José como rey de España.
Pero lo cierto es que las gentes de la comarca salmantina de El Rebollar ya se habían percatado, meses antes del Dos de Mayo, de que el paso de tanto “gabacho” por estas tierras no iba a traer nada bueno, sino todo lo contrario. Con todo preparado en Ciudad Rodrigo, el general Junot recibió órdenes de Napoleón para establecer una nueva base en la provincia de Cáceres que facilitase la invasión de Portugal. La razón de este cambio de planes era evitar tener que asediar y tomar la fortaleza portuguesa de Almeida. Lo que no sabía el Emperador es que, con esa nueva orden, enviaba a sus tropas a cruzar una de las regiones más inhóspitas de Europa. Pero dejemos que sea Jean Baptiste Marbot, uno de los más famosos memorialistas de las guerras napoleónicas, el que nos cuente lo que le sucedió a sus camaradas a su paso por “las montañas de Peñaparda”:
A su llegada a Ciudad Rodrigo, una de las últimas ciudades de España, Junot ordenó a la cabeza de su columna detenerse allí durante varios días en espera del resto de sus hombres, que en número de 15.000 habían quedado atrás. Cuando logró reunir una tercera parte de sus efectivos, atravesó las montañas de Peñaparda, que lo separaban del valle del Tajo, contando únicamente para sus hombres con media ración de pan. Estas montañas, que yo he atravesado, carecen de zonas cultivadas y están habitadas por gentes pobres y bárbaras. Las tropas las franquearon venciendo todas las dificultades, a costa de las mayores fatigas, sin alojamientos y sin víveres, lo que les forzó a apoderarse de algunos rebaños pertenecientes a los montañeses, los cuales tomaron venganza asesinando a un centenar de franceses rezagados.
Jean Baptiste Marbot
En agosto de 1808 y animado por la victoria de los españoles en Bailén, el gobierno británico envió un nutrido grupo de tropas expedicionarias a Portugal, formándose así un ejército aliado británico-portugués cuyos objetivos eran mantener un pie en tierras lusas, unirse a la lucha con los ejércitos españoles que todavía resistían y enviar a los franceses al otro lado de los Pirineos a los franceses, cosa que no ocurriría hasta el año 1813.
Y en medio de este conflicto entre las dos potencias de la época, la provincia de Salamanca, que estaría sometida al expolio y la destrucción durante todos esos años y a la que le quedó un patrimonio material e inmaterial, digno de conservar y dar a conocer, en forma de campos de batalla, asedios y combates, aparte de un buen número de emocionantes historias de esas que siempre son un deleite para el viajero.